Trinidad Urenda
Hace un año, luego de sufrir una hepatitis fulminante, Trinidad Urenda (23) estuvo a punto de morir.Gracias a un oportuno trasplante de hígado en CLC, su vida es completamente normal: volvió a la universidad y está pololeando. "Después de lo que me pasó me di cuente que mi vida recién comenzaba".
Trinidad Urenda tiene 23 años, el pelo muy largo y rubio y una apariencia saludable. Vive en un campo con su familia cerca de Quintero, en la V Región, donde hay mucho verde y un establo con caballos. Todos los días maneja su auto rumbo a la universidad en Viña del Mar, donde cursa cuarto año de Pedagogía Básica, se junta con su pololo y sale con sus amigas. Su vida es tan normal como la de cualquier joven de su edad. Tanto, que nada haría pensar que hace un año estuvo al borde de la muerte. Sólo en las noches, cuando está a solas, Trinidad recuerda lo ocurrido. Antes de dormirse toma de su velador un cuaderno que tiene unos osos en la tapa. Lo llama “el cuaderno de los recuerdos” y lo abre al azar. “Ahí están los mensajes que me dejaron mi familia y amigos mientras estuve inconsciente esperando el trasplante de hígado. Para mí ese cuaderno es un tesoro: recordar que estuve a punto de perder la vida, le da un nuevo sentido a estar viva ahora”, dice.
Prioridad Nacional
Fue a principios de enero de 2006, hace poco más de un año, cuando ocurrió lo inesperado. Justo cuando planeaba irse de vacaciones a Pucón con veinte amigos.
Trinidad llevaba días sintiéndose mal, con náuseas y malestares en el estómago. Le dolía el cuerpo. El domingo 15 de enero se quedó en cama y alcanzó a ver por la televisión el recuento de los votos de la segunda vuelta de la elección presidencial. Eso es lo último que recuerda con claridad. Luego, todo se volvió nebuloso. Despertó diez días después, en Santiago, en la UTI de la Clínica Las Condes, entubada, con una sonda en la nariz, otra en el brazo, el cuerpo inmovilizado y la sensación de haber estado lejos, muy lejos.
Ese domingo, la mamá de Trinidad, Aniza Bilicic, se había asustado al verla tan decaída. “Tenía la piel amarilla y hablaba incoherencias”, relata hoy. La subió al auto y, corriendo, la llevó de urgencia a la Clínica de Reñaca, donde quedó internada durante cuatro días. Los exámenes arrojaron un mal diagnóstico: tenía hepatitis fulminante, una enfermedad grave que afecta al hígado, destruyéndolo en muy poco tiempo y cuyo principal síntoma es la llamada encefalopatía hepática, que causa desorientación y desvaríos. Trinidad tuvo que ser trasladada en ambulancia, en compañía de Constanza su hermana mayor, a la Clínica Las Condes, donde ingresó directamente a la UTI y recibió la unción de los enfermos por parte de un sacerdote amigo de la familia.
Tras evaluar el caso, un equipo médico encabezado por el doctor Erwin Buckel, jefe de la Unidad de Trasplantes de Clínica Las Condes, le comunicó a los padres que la única salida era realizar, en las próximas 52 horas, un trasplante hepático. El 19 de enero de 2006, Trinidad pasó a ser prioridad nacional, encabezando la lista de espera de hígado, compuesta por 230 personas que aguardaban un donante. “La espera fue atroz.
Llorábamos abrazados y, para tratar de comunicarnos con ella, comenzamos a escribirle un cuaderno donde le decíamos cuánto la queremos”, cuenta Constanza. Dos días después apareció un donante que reunía la condición básica para realizar un trasplante con este nivel de urgencia: compatibilidad sanguínea. Provenía de una persona joven y sana, por lo que era un muy buen órgano. Antes de que Trinidad entrara a pabellón, sus padres y hermanos se despidieron de ella.
Durante ocho horas, seis cirujanos, dos anestesistas y un equipo asistente de enfermería formado por ocho personas, realizó el trasplante de hígado de Trinidad.
La operación, realizada por el equipo médico que tiene más experiencia en Chile en cirugía de trasplantes, fue todo un éxito. “El trasplante hepático es uno de los más difíciles, junto con el de pulmón: son cirugías muy complejas, sumamente largas y hay mayor riesgo de muerte durante la operación. Es muy angustiante porque el paciente tiene que ser capaz de estar una hora al menos sin hígado, lo que es una situación rara y difícil de manejar. Y luego, sobrepasar las 72 horas siguientes a la operación, que son críticas. Es ahí donde evalúas cómo funciona el injerto y las secuelas en el organismo de todo lo que ocurrió antes de trasplantarse, a causa de la hepatitis fulminante”, explica el doctor Buckel.
Trinidad despertó asustada. No sabía dónde estaba o qué le había pasado. Su regreso a la vida y la conciencia fue lento y paulatino. Tuvo que aprender a respirar de nuevo, porque una vez que dejó de usar el ventilador mecánico, lo hacía de manera deficiente a causa del dolor en su abdomen tras la cirugía. Para eso recibió la ayuda de un kinesiólogo, que también le hizo ejercicios para fortalecer su musculatura y ser capaz de ponerse en pie y caminar otra vez, ya que los diez días en la UTI la dejaron muy debilitada. Pero su recuperación fue excelente: no hubo daño neurológico. “Al principio, venían las enfermeras a curarme y no entendía de dónde había salido esa herida. Me tomó un tiempo ubicarme y darme cuenta lo que había pasado. Mi mamá, de a poco me fue contando: así fui llenando el hueco en mi memoria”, cuenta Trinidad.
Corazones Rojos
En febrero de 2006, un mes después de la cirugía, Trinidad regresó a su hogar.
Fue un día de fiesta. La casa estaba llena de girasoles y rosas, globos y corazones rojos que su familia había hecho con cartulina para darle la bienvenida. A partir de marzo de ese año, paulatinamente Trinidad fue retomando sus rutinas habituales, previa autorización de su médico tratante: volvió a la universidad, al gimnasio, le hizo clases particulares a una niñita de siete años que tiene cáncer, realizó su práctica en el colegio McKay y se puso a pololear. “Quizás lo que más me costó fue asumir que al principio me cansaba con más facilidad. Ya que estaba viva, quería hacerlo todo, disfrutar intensamente. Pero a veces no me daba el cuerpo. En junio tuve gripe y me dio fiebre. Mi mamá me trajo a la clínica, asustada, porque no podía contraer ninguna infección; estuve internada tres días y me hicieron un montón de exámenes. Por suerte, todo estaba bien. Ahí me di cuenta de que me estaba exigiendo demasiado. Había adelgazado tres kilos, así es que dejé el gimnasio”, señala.
Aprender a darse tiempo
Trinidad tuvo que aprender a darse tiempo y hacer un cambio sustancial en su dieta: no comer grasas y consumir todo cocido para evitar contraer infecciones; es decir, renunciar a las hamburguesas y hot dogs con mucha mayonesa que, hasta antes del trasplante, eran su alimento favorito. “Cada cosa que quiero hacer necesito pedirle permiso a mi doctor: le pregunto todo. Y de a poco, él me ha autorizado a comer algunas cosas que antes tenía prohibidas, como el ketchup y las hamburguesas. Hay otras que no voy a poder consumir nunca, como el alcohol, pero no me aproblemo: cuando salgo en la noche, carreteo con agua mineral”, cuenta Trinidad, que sólo come la comida hecha en su casa y lleva comida preparada cuando tiene que pasar afuera el almuerzo o la cena mensualmente con su médico y tomar rigurosamente los remedios que él le indica: inmunosupresores para evitar el rechazo al nuevo órgano y otros para recuperar su estado físico porque aún tiene las defensas bajas y está con anemia. “El trasplante es una enfermedad crónica en el sentido de que toda su vida tiene que tomar remedios y controlarse. Hay que ser súper disciplinado: no exponerse en los primeros meses a espacios donde hay infecciones porque, en la primera etapa, una infección común en ellos se torna grave y aumenta el riesgo de que rechace el nuevo órgano.